En el marco de la celebración del Bicentenario, dicen, se acaba de reabrir el Estadio Nacional luego de una manito de gato que le dieron.
¿Novedades?
Que ahora está más chico.
Sí, porque cuando todo indicaría que en otras partes los estadios los amplían, acá los reducen. Porque somos así, especiales; no andamos haciendo lo que hace todo el mundo ni lo que indicaría la lógica.
Misma lógica que dice que si los estadios tienen una cancha de fútbol al medio resulta que se van a llenar de gente que, las más de las veces, van a ir a ver partidos de fútbol. Y una parte de la gente que va a ver fútbol a veces es medio temperamental, medio enojona, medio cabecita caliente, medio de mecha corta, medio energúmena, y frecuentemente la mitad energúmena le gana a la otra mitad, a la no enegúmena, y agarran y rompen todo. Así que esos asientitos bien mononos que le pusieron a la galucha van a durar lo que duró el diablo en misa.
Otra cosa que comentamos en mi casa -mientras tomábamos onces y mirábamos el partido de Chile contra Uruguay- es esa cosa del nombre que le pusieron ahora.
Resulta que no nos gustó para nada que le pusieran el nombre de un periodista deportivo. Y ojo, no tenemos nada contra la institución que es don Julito Martínez. A pesar de que tengo motivos de sobra, porque mi papá -y yo, por añadidura- lo escuchaba en la radio todas las santas mañanas durante los 24 años que viví con él. Tampoco significa que seamos de ese tipo de gente que se queja por todo. No, nada que ver. Pero como que no nos cuadra.
Entonces hicimos rápidamente una encuesta entre nosotros. Recogimos datos, interpretamos, tabulamos, hicimos gráficos, y ya estamos en condiciones de entregar a la opinión pública el resultado de nuestro trabajo: Al Estadio Nacional debieron ponerle "Estadio Manuel Plaza".
Fundamentación:
Manuel Plaza fue un señor que repartía diarios por allá por los inicios del siglo pasado y -acá vamos a usar un recurso que se llama "condensación temporal" porque ando medio corta de tiempo- que obtuvo una medalla de plata (la primera para el país) luego de correr la maratón el año 1928 en Amsterdam.
Hasta hace un tiempo, había un gimnasio (gimnasio de los de antes, no de estos con maquinitas y entrenadores personales que te venden unos polvitos para que te salgan músculos, como los de ahora) cerca de la Plaza Egaña que llevaba su nombre, pero entre los punkies que se agarraban a escupitajos en unos festivales que hacían y la construcción de la línea del metro y nos sé qué y no sé cuánto, parece que ya no está.
Ahora bien, ¿cuál es la gracia de Manuel Plaza?
Bueno, el tipo ganó una medalla, ¿te parece poco?
Claro, argumentarás, pero de plata, o sea que llegó segundo.
Exactamente, y ahí está la gracia, porque el llegar segundo preservó en él - y en nosotros- cierta dosis de humildad que nos hace tan agradables a la vista y al trato en libre plática. Al llegar segundo nos salvó de la arrogancia. Si hubiera llegado primero nos habríamos convertido en unos tipos francamente insufribles.
Además hay una leyenda en todo esto del segundo lugar. Una cosa como Owens v/s Hitler. O Edipo v/s Destino Funesto. O Depredador... bueno, eso.
Imagínate: 1928, un chilenito repartidor de diarios está en Amsterdam y se apresta para correr la maratón. O sea, la MARATÓN, no sé si me explico. No estamos hablando de esas pruebas de tirar cosas, correr un poquito, dar saltitos, no, estamos hablando de correr un montón. Además el viaje debe haber sido eterno. Y en barco. O sea, en barco y eterno. Y nada de esas mariconadas de jet-lag como ahora; el tipo se mandó al pecho como 18 días de viaje; en barco; ¿te imaginas el meneíto? Y además con la posibilidad de chocar con un iceberg y... uyuyuy. Sólo pensar en Di Caprio y se me paran los pelos. Entonces, recapitulemos: tenemos al chilenito repartidor de diarios en Amsterdam, después de un viaje eterno en barco y habiendo sobrevivido a un posible choque con un iceberg listo para correr la maratón. En 1928. ¿Y entonces qué pasa? Entonces es presa de la más desgraciada de las maldiciones: la Maldición que hace que justo cuando estemos ahí, ahí, ahí, solos frente al arco, a punto de alcanzar Fama, Gloria y Fortuna, esas chicas tan esquivas, ¡zas! que la chuteamos fuera. Resulta que Manolito se nos apensionó. Le vino como una morriña, una saudade, una nostalgia. Empezó a echar de menos la cordillera, el vino tinto, las empanadas, pero sobre todo -cuenta la leyenda- la cazuela de ave.
¿Y quién podría culparlo, digo yo?
Así que así estaba. Corriendo por las calles de Amsterdam y echando de menos la cazuela de ave soltera, con zapallo, con generoso trozo de choclo, con unos porotitos verdes haciéndose los locos, con un alguito de arroz al dente, con un toquecito de cilantro... aaaahhh, si hasta parece que la huelo.
O capaz que fueron esas vitrinas, vidrieras o escaparates que dicen que hay por allá... no sé, lo concreto es que Manuel Plaza se nos perdió, se nos extravió, agarró para el lado de los quesos, fue presa del Síndrome del Teniente Bello; pero así y todo cruzó la meta sólo 30 segundos después que el argelino nacionalizado francés que ganó el oro, la fama, la gloria, la fortuna y capaz que hasta un estadio que lleva su nombre.
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