Mostrando entradas con la etiqueta Literatura estadounidense. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Literatura estadounidense. Mostrar todas las entradas

miércoles, 6 de junio de 2012

Ray Bradbury


Me acabo de enterar de que murió Ray Bradbury. (Es de esas noticias que no salen en la tele. En la mía, al menos.)
No sé, se me ocurre que debió ser un buen tipo. Todos los que eligen no tener licencia de conducir me parecen buenos tipos.
Además me ha acompañado prácticamente toda la vida, y -suerte la mía- lo seguirá haciendo.

Para homenajearlo, voy a colgar aquí mi cuento favorito.

Y más rato voy a ver "Moby Dick".

Recuerdo que cuando vi el DVD en un montón de saldos de un supermercado, y descubrí que en  él confluían Herman Melville, John Huston y Ray Bradbury, pensé que un acontecimiento de tal trascendencia bien valía que renunciara a mi pasión  por el no-coleccionismo de cosas.


¿Y el cuento?
Ah, el cuento me gusta porque soy una romántica incurable y porque McDunn tiene barba.

Porque no me van a venir a discutir a mí, precisamente a mí, que McDunn tiene barba, ¿verdad?



La sirena
Ray Bradbury (22 de agosto de 1920 – 5 de junio de 2012)

Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.
-Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn.
-Sí -dije-. Afortunadamente, es usted un buen conversador.
-Bueno, mañana irás a tierra -agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra.
-¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?
-En los misterios del mar.
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
-Los misterios del mar -dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.
-Oh, hay tantas cosas en el mar. -McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.
-Sí, es un mundo viejo.
-Ven. Te reservé algo especial.
Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.
-Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? -McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza-. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año -dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro.
-¿Los cardúmenes de peces?
-No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.
-Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: "Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida".
La sirena llamó.
-Imaginé esta historia -dijo McDunn en voz baja- para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene...
-Pero... -interrumpí.
-Chist... -ordenó McDunn-. ¡Allí!
-Señaló los abismos.
-Algo se acercaba al faro, nadando.
 Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.
No sé qué dije entonces, pero algo dije.
-Calma, muchacho, calma -murmuró McDunn.
-¡Es imposible! -exclamé.
-No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.
Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera.
-¡Parece un dinosaurio!
-Sí, uno de la tribu.
-¡Pero murieron todos!
-No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.
-¿Qué haremos?
-¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.
-¿Pero por qué viene aquí?
En seguida tuve la respuesta.
La sirena llamó.
Y el monstruo respondió.
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido.
-¿Entiendes ahora -susurró McDunn- por qué viene aquí?
Asentí con un movimiento de cabeza.
-Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?
La sirena llamó.
El monstruo respondió.
Lo vi todo..., lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.
La sirena llamó.
-El año pasado -dijo McDunn-, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas posibles.
 El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y hielo.
-Así es la vida -dijo McDunn-. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
El monstruo se acercaba al faro.
La sirena llamó.
-Veamos qué ocurre -dijo McDunn.
Apagó la sirena.
El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.
El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados.
-¡McDunn! -grité-. ¡La sirena!
McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes de que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros.
McDunn me tomó por el brazo.
-¡Abajo! -gritó.
La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos y casi caímos por la escalera.
-¡Rápido!
Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba.
Todo terminó de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra.
Eso y el otro sonido.
-Escucha -dijo McDunn en voz baja-. Escucha.
Esperamos un momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido debían de pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el cabo.
Y así pasamos aquella noche.
A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultados bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.
-Se vino abajo, eso es todo -dijo McDunn gravemente-. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó.
Me pellizcó el brazo.
No había nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa.
Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero.
-Por si acaso -dijo McDunn.
Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el mar, sola.
¿El monstruo?
No volvió.
-Se fue -dijo McDunn-. Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando.
Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.
Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.





sábado, 19 de noviembre de 2011

Espérense a que les cuente...

Hace unos días cayó en mis manos un cuentito del que me enamoré a primera vista. Lo busqué en internet, pero no encontré ninguna traducción al castellano. Así que agarré e hice una traducción en la que, con premeditación y alevosía, confundí libertad con libertinaje. Si tradujeron One flew over the Cuckoo's nest como Atrapados sin salida, ¿por qué yo no?
Igual, que me perdone la sucesión William Sydney Porter, el Sagrado Derecho de Autor, Dios y la Virgen.


El rescate de Jefe Rojo, O. Henry (1862 – 1910)


La cosa pintaba bien, pero espérense a que les cuente. Bill Driscoll y yo estábamos en el sur, en Alabama, cuando se nos ocurrió la peregrina idea del secuestro. Fue, como dijo Bill, "un momento de locura temporal", pero no nos dimos cuenta hasta después..

Por esos lares había un pueblo más plano que la palma de la mano - pero que se llamaba La Cumbre, obvio- habitado por unos campesinos más flojos que el hueso de la frente.

Con Bill teníamos un capital de unos 600 dólares, y necesitábamos otros 2 mil para un “negocito” de tierras que pensábamos hacer en Illinois. Lo hablamos en la escala del hotel. Comentamos que el amor paternal es fuerte en las comunidades agrarias. Por esto y por otras razones semejantes, un proyecto de secuestro debía allí andar mejor que en esas partes donde los medios mandan periodistas encubiertos para ver qué se teje. Sabíamos que en la Cumbre a lo más podrían perseguirnos con la policía local, algunos sabuesos de medio pelo y uno que otro ataque en “El Clarín Campestre”. Así que la cosa pintaba bien.

Seleccionamos como víctima al hijo único de un empingorotado ciudadano llamado Ebenezer Dorset. El tipo era respetable y austero; un prestamista y cobrador que aparte recogía la limosna en la iglesia. El chico tenía siete años, pecas y cabeza de cobre. Bill y yo pensamos que el tal Ebenezer se ablandaría si le pedíamos un rescate de dos mil dólares. Pero espérense a que les cuente.

A unas dos millas de La Cumbre había un cerro con un tupido bosque de cedros. En el lado de atrás había una cueva. Ahí almacenamos las provisiones. Una tarde, después de la puesta del sol, pasamos en coche (Nota de la traductora: en un coche tirado por caballos, porque este cuento es de cuando la gente andaba en coches tirados por caballos) frente a la casa de Dorset. El chico estaba en la calle, tirando piedras a un gato en la cerca de enfrente.

-¡Oye, niño!- le dijo Bill- ¿quieres una bolsa de dulces y salir a dar una vuelta?

El niño le dio justo en un ojo con un pedazo de ladrillo.

- Esto le va a costar al viejo 500 dólares extra- masculló Bill, bajándose del coche

El crío opuso más resistencia que mono con navaja, pero al final conseguimos meterlo dentro y rajamos.

Llegamos a la cueva, desenganché el caballo y lo dejé en el bosque. Al anochecer, lo enganché de nuevo y me fui al pueblo a devolver el coche adonde lo habíamos arrendado. Después me volví a pie.

Cuando llegué, Bill estaba poniéndose unos parches curita en los rasguños y contusiones de la cara. El chico, con dos plumas en su cabeza pelirroja, daba saltos alrededor del fuego en que hervía el café. Cuando me vio, me apuntó con el palo que tenía en la mano y gritó:

- ¡Aaah!, ¡maldito carapálida! ¿Cómo osas entrar al campamento del Gran Jefe Rojo, Terror de los Llanos?

- Ahora se está portando bien -me dijo Bill, mientras se examinaba unos moretones en las canillas-, estamos jugando a los indios y la verdad es que lo de Búfalo Bill es una película de Disney comparado con esto. Se supone que soy Hank, El Trampero, caí en las garras del Gran Jefe Rojo y al amanecer me arrancará la cabellera. Te juro por Toro Sentado que este crío patea como mula.

Sí, señor, ese chico parecía estar pasando el mejor momento de su vida. Con la diversión de acampar en una cueva ni se acordaba de que estaba secuestrado. Inmediatamente me bautizó como Ojo de Serpiente, El Espía y anunció que, apenas saliera el sol y regresaran sus guerreros que andaban guerreando por ahí, yo iba a ser asado en la hoguera.

Después comimos. El crío se llenó la boca de pan con jamón y kétchup, y sin dejar de masticar nos tiró un discurso más o menos así:

- Me gusta esto. Nunca había acampado, pero una vez tuve una zarigüeya como mascota y ya tengo siete años. Odio la escuela. Los ratones se comieron dieciséis huevos de las gallinas de la tía de Jaimito Talbot. ¿Hay indios de verdad por aquí? Quiero más kétchup. ¿Los árboles hacen viento cuando se mueven? Una vez tuvimos cinco perritos. ¿Por qué tienes la nariz roja, Hank? Mi papá tiene mucha plata. ¿Las estrellas son calientes? Le aforré dos veces a Edu Walker el sábado. No me gustan las niñas. Si no tienes un cordel, no se puede cazar sapos. ¿Hacen ruido los bueyes? ¿Por qué las naranjas son redondas? ¿Hay camas en esta cueva? Pepe Murray tiene seis dedos en un pie. Los loros pueden hablar, pero los monos y los peces no pueden. ¿Cuánto es una docena?

En eso se acordó de que era un malvado piel roja, tomó el palo como si fuera un rifle y se fue sigilosamente a la entrada de la cueva para ver si venían los asquerosos exploradores cara pálida. Entonces lanzó un alarido de guerra que le paró los pelos a Hank, El Trampero. Ese muchacho había aterrorizado a Bill desde el principio.

- Gran Jefe Rojo –le dije-, ¿Quieres irte a casa?

-¿Y para qué? – contestó-, en mi casa me aburro, odio la escuela y me gusta acampar. Ojo de Serpiente no me va a llevar de vuelta a casa, ¿no es cierto?

- No todavía. Por ahora nos vamos a quedar aquí en la cueva.

- ¡Bieeeeeen! ¡Nunca me había divertido tanto en toda mi vida!

Nos acostamos a eso de las once. Extendimos unas mantas y unos cubrecamas y pusimos a Jefe Rojo entre nosotros dos. La verdad es que no temíamos que huyera. Nos mantuvo tres horas despiertos. Saltaba, agarraba su rifle y nos decía al oído “¡silencio, quietos!” cada vez que el crujido de una rama o el susurro de una hoja dictaba a su fértil imaginación que una banda de maleantes se acercaba. Por fin me pude dormir. Tuve un sueño inquietante. Soñé que había sido secuestrado y encadenado a un árbol por un feroz pirata de pelo rojo.

Justo cuando empezaba a amanecer, me despertó una serie de ruidos horribles provenientes de Bill. No eran propiamente gritos, o aullidos, o alaridos, o bramidos como los que te podrías esperar que provinieran de los órganos vocales de un hombre bien hombre; eran simplemente unos indecentes, espeluznantes y humillantes chillidos como los que dan las mujeres cuando ven una araña o una oruga. No es una cosa agradable escuchar a un hombre grande chillando como damisela, en una cueva, al rayar el alba.

Me levanté de un salto a ver qué diablos pasaba. Jefe Rojo estaba sentado en el pecho de Bill. Con una mano le tenía agarrado el pelo, en la otra sostenía el afilado cuchillo con el que habíamos cortado el jamón, y con serio realismo trataba de arrancar el cuero cabelludo de Bill, tal como indicaba la sentencia dictada la tarde anterior.

Le quité el cuchillo y lo mandé a acostarse de nuevo, pero a partir de ese momento Bill se quebró. Aunque se acostó a un lado, no volvió a pegar los ojos en todo el tiempo que el chico estuvo con nosotros. Yo dormité un rato, pero de pronto recordé que Jefe Rojo me había sentenciado a la hoguera al amanecer. No es que estuviera nervioso o con miedo, pero me incorporé, encendí la pipa y me apoyé en una roca.

- ¿Para qué te levantas tan temprano, Sam? –me preguntó Bill.

- ¿Yo?... Es que me duele el hombro… Pensé que si me levantaba se me podía pasar.

- ¡Mentira! Tienes miedo. Serías quemado al amanecer y tienes miedo que él cumpla. Y claro que lo haría si encontrara un fósforo. ¿No es terrible, Sam? ¿Crees que alguien va a pagar para que una fiera como ésta vuelva a casa?

- Seguro- le contesté-, los padres se vuelven locos con chicos traviesos como éste. Ahora tú y el Gran Jefe Rojo se van a levantar y van a preparar el desayuno mientras yo subo el cerro para hacer un reconocimiento del terreno.

Subí a la cima y dejé correr mis ojos por la vecindad. La verdad es que para el lado de La Cumbre esperaba ver a los residentes enarbolando instrumentos de labranza y aprestándose a peinar la zona en busca de los malditos bastardos secuestradores de niños, pero todo lo que vi fue un pacífico panorama salpicado por un hombre arando con una mula parda. Nadie estaba dragando el riachuelo, ningún mensajero iba de aquí para allá llevando ninguna noticia para los padres. Una silvestre somnolencia reinaba en aquella porción de la superficie de Alabama que se extendía ante mis ojos. “Quizás”, dije para mis adentros, “aún no se han percatado de que los lobos han llevado lejos de casa al tierno corderito”. “¡Que Dios ayude a los lobos!”, dije, y bajé a desayunar.

Cuando llegué a la cueva, encontré a Bill de espaldas a la pared, respirando con dificultad, y al niño amenazándolo con aplastarlo con una piedra del tamaño de un coco.

- Me echó una papa hirviendo por la espalda -me explicó Bill- y después la hizo puré con el pie. No tuve otra que darle un sopapo. ¿Andas con algún arma encima, Sam?

Tiré la piedra lejos y traté de calmar los ánimos.

- Ya vamos a arreglar cuentas los dos –dijo el niño a Bill -, ningún hombre le ha pegado a Jefe Rojo y se la ha llevado gratis. ¡Cuídadito!

Después del desayuno, sacó del bolsillo un pedazo de cuero envuelto en unas tiras y salió de la cueva desenrollándolo.

- ¿Qué estará tramando ahora? –dijo Bill con ansiedad-, ¿no estarás pensando que se va a fugar, ¿no, Sam?

- Nada que ver –le contesté-, ¿acaso te parece muy hogareño? Lo que tenemos que hacer es organizar el plan del rescate. No parece haber mucha angustia en La Cumbre por su desaparición, pero quizás todavía no se han dado cuenta. La gente puede pensar que se quedó a dormir en casa de tía Jane o de algún vecino. De todos modos, hoy lo van echar de menos. Esta noche tenemos que enviarle un mensaje al padre exigiéndole los dos mil dólares del rescate.

Entonces oímos una especie de grito de guerra. Un grito de guerra como el que David debe haber lanzado cuando noqueó al campeón Goliat. Lo que Jefe Rojo había sacado de su bolsillo era una onda y ahora la estaba revoleando sobre su cabeza.

Me hice a un lado y oí un ruido sordo y una especie de suspiro de Bill. Como el de un caballo cuando le sacan la silla de montar. Una piedra negra del tamaño de un huevo le había dado a Bill justo detrás de la oreja izquierda. Se le aflojó todo el cuerpo y empezó a caer en cámara lenta sobre el fuego en que estaba el agua hirviendo para lavar los platos. Lo arrastré como pude y le eché agua fría durante media hora.

Cuando se recuperó un poco, se sentó, se tocó detrás de la oreja y me dijo:

- Sam, ¿sabes cuál es mi personaje bíblico favorito?

- Tranquilo. Ya se te va a pasar.

- Herodes… No vas a volver a dejarme solo con esa fiera, ¿verdad, Sam?

Salí, agarré al chiquillo y le sacudí hasta las pecas.

- Si no te portas bien – le dije-, te voy a llevar directo a tu casa. Entonces, ¿te vas a portar bien o no?

- Estaba jugando, nomás – contestó sombríamente-. No quería hacerle daño al viejo Hank. Pero, ¿por qué tuvo que golpearme?... Bueno, me voy a portar bien, Ojo de Serpiente. Me voy a portar bien si no me mandan a casa y si me dejan jugar al Explorador Negro, por hoy.

- No conozco ese juego. Ponte de acuerdo con el señor Bill. Él será tu compañero de juegos hoy. Yo voy a salir un rato por unos asuntos. Ahora entra y háganse amigos, dile que sientes mucho haberle hecho daño, o te llevo a casa ahora mismo.

Conseguí que se dieran la mano. Después me llevé a Bill a un lado y le dije que iba a Poplar Cove, un pueblito a 3 millas de La Cumbre, para averiguar si se sabía algo del secuestro. Además pensé que lo mejor era enviarle una carta perentoria al viejo Dorset, exigiéndole el pago y diciéndole cómo debía hacerlo.

- Tú sabes, Sam –me dijo Bill-, que he estado contigo sin que se me moviera un pelo en terremotos, incendios, inundaciones, partidas de póker, atentados con dinamita, redadas policiales, robos de trenes y ciclones. En salud y enfermedad. Nunca perdí la sangre fría hasta que secuestramos a este petardo con patas. Pero él me saca, Sam. ¿No me vas a dejar mucho rato solo con él?

- Voy a volver en la tarde –contesté-. Tú trata de mantener al chico entretenido y tranquilo hasta que yo vuelva. Ahora vamos a escribir la carta para el viejo Dorset.

Tomamos lápiz y papel y pusimos manos a la obra, mientras Jefe Rojo, envuelto en una manta, se pavoneaba de un lado a otro en la entrada de la cueva. Bill me suplicó entre lágrimas que rebajara el precio del rescate a mil quinientos dólares.

- No es que no crea en el famoso amor paternal –me dijo-, pero estamos tratando con gente. Y no es de gente soltar dos mil dólares por estas cuarenta libras de gato montés con pecas. Estoy dispuesto a conformarme con mil quinientos dólares. Si quieres, me puedes descontar la diferencia.

Así que, para la tranquilidad de Bill, escribimos la siguiente carta:
Sr. Ebenezer de Dorset

Tenemos a su hijo escondido en un lugar lejos de La Cumbre. Es inútil que usted y los detectives más hábiles traten de encontrarlo. La única manera de que usted pueda tenerlo de vuelta es la siguiente: Exigimos mil quinientos dólares en billetes grandes para su liberación. El dinero tiene que ser puesto esta medianoche en la misma caja y en el mismo lugar que su respuesta, como se explica más abajo. Si está de acuerdo con estos términos, envíe su respuesta por escrito con un mensajero que vaya solo esta noche a las 8: 30 en punto. Después de cruzar Owl Creek, en el camino a Poplar Cove, hay tres árboles grandes a unos cien metros de distancia, cerca de la valla del potrero de trigo en el lado izquierdo. Al pie del tercer árbol  habrá una caja chica de cartón. El mensajero pondrá la respuesta en la caja y deberá regresar a La Cumbre inmediatamente.

Si intenta traicionarnos o no cumple con nuestras exigencias, nunca volverá a ver a su hijo.

Si paga el dinero que pedimos, él será devuelto sano y salvo a las tres horas. Estas condiciones no son negociables, si usted no las acepta no volverá a tener noticias nuestras.

Firman: Dos hombres desesperados
Dirigí la carta a Dorset y la puse en mi bolsillo. Cuando estaba por salir, el chico se acercó y me dijo:

- Oye, Ojo de Serpiente, tú dijiste que cuando te fueras yo podría jugar al Explorador Negro.

- Por supuesto. El señor Bill va a jugar contigo. ¿Cómo es ese juego?

- Yo soy el Explorador Negro –dijo Jefe Rojo- y tengo que cabalgar hasta la empalizada para avisarle a los colonos que vienen los indios. Ya me cansé de ser un indio. Ahora quiero ser el Explorador Negro.

- Muy bien –le dije-, me parece inofensivo. Supongo que el señor Bill no tendrá problemas en ayudarte contra esos malditos salvajes.

- ¿Qué tengo que hacer? –preguntó Bill, mirando al niño con desconfianza.

- Tú eres el caballo –dijo Explorador Negro-, agáchate, ¿o crees que voy a cabalgar hasta la empalizada sin caballo?

- Es mejor que lo mantengas entretenido hasta que pongamos en marcha el plan –le dije-. Relájate.

Bill se puso en cuatro patas. Tenía cara de conejo capturado en una trampa.

- ¿Está muy lejos la empalizada, niño? –preguntó con voz un poco ronca.

- A noventa millas –dijo Explorador Negro-. Y tienes que esforzarte por llegar a tiempo. ¡Arreeee!

El Explorador Negro saltó a la espalda de Bill y le clavó los talones en las costillas.

- Por el amor de Dios, vuelve tan pronto como puedas, Sam. Me gustaría no haber pedido más de mil por el rescate… ¡Oye!, deja de patearme o vas a ver lo que es bueno.

Caminé hasta Poplar Cove, me senté en el almacén que hacía de oficina de correos y me puse a conversar con los chewbaccas (“chawbacons” en el original. N. del T.) que entraban a comprar. Uno que se había caído al litro dijo que en La Cumbre andaba todo revuelto porque el hijo del viejo Ebenezer Dorset estaba perdido o había sido robado. Eso era todo lo que quería yo saber. Compré un poco de tabaco, hice un comentario acerca del precio de las arvejas, eché la carta disimuladamente y me fui. El administrador de correos dijo que el cartero que iba a La Cumbre pasaría como en una hora.

Cuando volví a la cueva, Bill y el niño no estaban por ninguna parte. Los busqué en los alrededores, y hasta me atreví a dar uno o dos gritos tiroleses, pero ni luces.

Así que encendí mi pipa y me senté en el musgo a esperar los acontecimientos.

Como a la media hora, oí crujir unos arbustos. Bill, tambaleándose, apareció en el pequeño claro delante de la cueva. Detrás iba el niño, caminando como explorador ninja y con sonrisa de oreja a oreja. Bill se detuvo, se sacó el sombrero y se limpió la cara con un pañuelo rojo. El chico se detuvo a unos dos metros detrás de él.

- Sam –dijo Bill-, supongo que pensarás que soy un maldito bastardo, pero no pude evitarlo. Soy una persona adulta, con tendencias viriles y hábitos de autodefensa, pero hay un momento en que todos los sistemas de valores fallan. El chico se ha ido. Lo mandé a su casa. Todo se pudrió. Se fue a las pailas. Sonamos. Hasta aquí nomás llegamos. Kaput. Sé que en la antigüedad hubo mártires –continuó Bill- que prefirieron la muerte antes que renunciar a un jugoso negocio, pero ninguno de ellos fue sometido a las vejaciones que yo sufrí. Traté de ser fiel a nuestro Código del Pillaje, pero todo tiene un límite.

- ¿Qué pasó, Bill? –pregunté.

- Cabalgué las noventa millas hasta la empalizada sin flaquear ni una pulgada. Después, cuando los colonos fueron rescatados, me dio avena. La arena no es un buen sustituto de la avena, Sam. Entonces me tuvo una hora explicándole por qué no hay nada en los agujeros, cómo un camino puede tener dos direcciones y qué hace que el pasto sea verde. Yo te digo, Sam, que un solo humano no puede soportar tanto. Lo agarré del cuello de la camisa y lo arrastré cerro abajo. Por el camino, me llenó las piernas de moretones de las rodillas para abajo y tengo dos o tres mordiscos en la mano que voy a tener que cauterizar. Pero se ha ido. Se ha ido a su casa. Le mostré el camino hacia La Cumbre y le di una patada en el trasero. Siento que perdiéramos el rescate, Sam, pero era eso o que yo acabara mis días en el manicomio.

Bill jadeaba y resoplaba, pero en su sonrosada cara había una expresión de beatífica paz y creciente satisfacción.

- Bill –le dije-, no hay enfermedades al corazón en tu familia, ¿verdad?

- No, nada grave excepto malaria y algún accidente. ¿Por?

- Entonces echa un vistazo detrás de ti.

Bill se dio vuelta, vio al chico y perdió toda su presencia de ánimo. Se sentó en el suelo y empezó a arrancar hierbas y a recoger palitos. Durante una hora temí por su sano juicio. Después le expliqué mi plan para darle un corte definitivo al asunto. Si el viejo Dorset pagaba el rescate, nos iríamos a medianoche. Eso le devolvió a Bill el suficiente ánimo como para devolverle al niño una mueca que parecía sonrisa y la promesa de que iba a hacer de ruso cuando jugaran a la Guerra Japonesa, apenas se sintiera un poco mejor.

Yo tenía un plan que ya quisiera un secuestrador profesional. El árbol bajo el que debían dejar la respuesta, y más tarde el dinero, estaba a la izquierda, cerca de la valla del camino y en medio de un campo pelado. Si la policía estaba al acecho, me habrían visto desde lejos. Pero tranquiléin John Wayne, antes de las 8:30 yo ya estaría escondido en la copa del árbol, como una aguja en un pajar, esperando que el mensajero llegara.

A la hora señalada, un mozalbete se acercó pedaleando en bicicleta, localizó la caja, deslizó en ella una hoja de papel doblada, y se alejó pedaleando de vuelta hacia La Cumbre.

Esperé una hora. Cuando llegué a la conclusión de que la cosa andaba bien, me bajé del árbol, tomé la nota y me escabullí hasta el bosque. A la media hora estaba de vuelta en la cueva. Abrí la nota, acerqué la linterna y se la leí a Bill. Había sido escrita con pluma, una letra endemoniada y sustancialmente decía más o menos así:

Dos Desesperados Hombres

Señores:

Habiendo recibido vuestra carta por el correo del día y en la que se refieren al rescate de mi hijo, me parece que sus exigencias son un tanto elevadas. Por este medio, me permito hacerles una contra oferta que me inclino a pensar aceptarán sin dilación. Ustedes traen a casa a Johnny, me pagan doscientos cincuenta dólares en efectivo por sacarles el problema de encima y nos olvidamos del asunto. Será mejor que vengan de noche. Los vecinos creen que está perdido y no estoy en condiciones de hacerme responsable de lo que le harían a cualquiera que lo trajera de vuelta.

Muy respetuosamente,

Ebenezer Dorset
- ¡Por los Piratas del Caribe! –exclamé-, ¡qué tipo tan cara de palo!

Pero miré a Bill y vacilé. Tenía en sus ojos la súplica más persuasiva que jamás haya visto un ser humano en bestia muda o parlante.

- Sam –me dijo-, ¿qué son doscientos cincuenta dólares al fin y al cabo? Plata tenemos. Una noche más con este chiquillo y me van a mandar a comer maní al manicomio. Aparte de ser un perfecto caballero, creo que el señor Dorset es un derrochador al hacernos una oferta tan atractiva. No vamos a dejar pasar una oportunidad así, ¿no, Sam?

- A decir verdad, Bill –contesté-, esta pequeña oveja que de cordero no tiene un pelo, ha conseguido ponerme también los nervios de punta. Así que no tenemos más remedio que llevarlo a su casa, pagar el rescate y poner pies en polvorosa.

Partimos esa misma noche. Le dijimos que su padre le había comprado un rifle de verdad y unos mocasines de indio, y que al otro día íbamos a llevarlo a cazar osos.

A las doce en punto estábamos golpeando la puerta de Ebenezer. Justo a la hora en que yo debería haber estado recogiendo los mil quinientos dólares en la caja bajo el árbol según el plan inicial, Bill estaba contando doscientos cincuenta dólares y poniéndolos en la mano de Dorset.

Cuando el chico se dio cuenta de que lo íbamos a dejar allí, lanzó un aullido que habría puesto verde de envidia a María Callas y se aferró como sanguijuela a la pierna de Bill. Su padre lo despegó poco a poco, como a la tela emplástica.

- ¿Cuánto tiempo puede detenerlo? –preguntó Bill

- Bueh, ya no soy tan fuerte como solía ser –dijo el viejo-, pero creo que puedo prometer diez minutos.

- Suficiente –dijo Bill-. En diez minutos puedo cruzar los estados del centro, del sur, del medio oeste y calculo que estaré llegando a la frontera con Canadá.

Y a pesar de que la noche estaba oscura como boca de lobo, de que Bill no estaba lo que se puede decir “en forma” y de que nunca ha sido tan buen corredor como yo, cuando logré alcanzarlo ya estaba a su buena milla y media de La Cumbre.