martes, 29 de noviembre de 2011

¡Póngale wendy!

Basta de lloriquear por no llegar a fin de mes. No lleguemos, pero con estilo.
Estilo sandunguero.


Consejos para llegar a los 100 años

Dieta mediterránea, una copa de buen tinto al almuerzo, caminar 60 minutos al día y conservar los rencores a temperatura ambiente...



para romperle la crisma a tu archienemigo así hayan pasado 50 años del "asunto" ese.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Espérense a que les cuente...

Hace unos días cayó en mis manos un cuentito del que me enamoré a primera vista. Lo busqué en internet, pero no encontré ninguna traducción al castellano. Así que agarré e hice una traducción en la que, con premeditación y alevosía, confundí libertad con libertinaje. Si tradujeron One flew over the Cuckoo's nest como Atrapados sin salida, ¿por qué yo no?
Igual, que me perdone la sucesión William Sydney Porter, el Sagrado Derecho de Autor, Dios y la Virgen.


El rescate de Jefe Rojo, O. Henry (1862 – 1910)


La cosa pintaba bien, pero espérense a que les cuente. Bill Driscoll y yo estábamos en el sur, en Alabama, cuando se nos ocurrió la peregrina idea del secuestro. Fue, como dijo Bill, "un momento de locura temporal", pero no nos dimos cuenta hasta después..

Por esos lares había un pueblo más plano que la palma de la mano - pero que se llamaba La Cumbre, obvio- habitado por unos campesinos más flojos que el hueso de la frente.

Con Bill teníamos un capital de unos 600 dólares, y necesitábamos otros 2 mil para un “negocito” de tierras que pensábamos hacer en Illinois. Lo hablamos en la escala del hotel. Comentamos que el amor paternal es fuerte en las comunidades agrarias. Por esto y por otras razones semejantes, un proyecto de secuestro debía allí andar mejor que en esas partes donde los medios mandan periodistas encubiertos para ver qué se teje. Sabíamos que en la Cumbre a lo más podrían perseguirnos con la policía local, algunos sabuesos de medio pelo y uno que otro ataque en “El Clarín Campestre”. Así que la cosa pintaba bien.

Seleccionamos como víctima al hijo único de un empingorotado ciudadano llamado Ebenezer Dorset. El tipo era respetable y austero; un prestamista y cobrador que aparte recogía la limosna en la iglesia. El chico tenía siete años, pecas y cabeza de cobre. Bill y yo pensamos que el tal Ebenezer se ablandaría si le pedíamos un rescate de dos mil dólares. Pero espérense a que les cuente.

A unas dos millas de La Cumbre había un cerro con un tupido bosque de cedros. En el lado de atrás había una cueva. Ahí almacenamos las provisiones. Una tarde, después de la puesta del sol, pasamos en coche (Nota de la traductora: en un coche tirado por caballos, porque este cuento es de cuando la gente andaba en coches tirados por caballos) frente a la casa de Dorset. El chico estaba en la calle, tirando piedras a un gato en la cerca de enfrente.

-¡Oye, niño!- le dijo Bill- ¿quieres una bolsa de dulces y salir a dar una vuelta?

El niño le dio justo en un ojo con un pedazo de ladrillo.

- Esto le va a costar al viejo 500 dólares extra- masculló Bill, bajándose del coche

El crío opuso más resistencia que mono con navaja, pero al final conseguimos meterlo dentro y rajamos.

Llegamos a la cueva, desenganché el caballo y lo dejé en el bosque. Al anochecer, lo enganché de nuevo y me fui al pueblo a devolver el coche adonde lo habíamos arrendado. Después me volví a pie.

Cuando llegué, Bill estaba poniéndose unos parches curita en los rasguños y contusiones de la cara. El chico, con dos plumas en su cabeza pelirroja, daba saltos alrededor del fuego en que hervía el café. Cuando me vio, me apuntó con el palo que tenía en la mano y gritó:

- ¡Aaah!, ¡maldito carapálida! ¿Cómo osas entrar al campamento del Gran Jefe Rojo, Terror de los Llanos?

- Ahora se está portando bien -me dijo Bill, mientras se examinaba unos moretones en las canillas-, estamos jugando a los indios y la verdad es que lo de Búfalo Bill es una película de Disney comparado con esto. Se supone que soy Hank, El Trampero, caí en las garras del Gran Jefe Rojo y al amanecer me arrancará la cabellera. Te juro por Toro Sentado que este crío patea como mula.

Sí, señor, ese chico parecía estar pasando el mejor momento de su vida. Con la diversión de acampar en una cueva ni se acordaba de que estaba secuestrado. Inmediatamente me bautizó como Ojo de Serpiente, El Espía y anunció que, apenas saliera el sol y regresaran sus guerreros que andaban guerreando por ahí, yo iba a ser asado en la hoguera.

Después comimos. El crío se llenó la boca de pan con jamón y kétchup, y sin dejar de masticar nos tiró un discurso más o menos así:

- Me gusta esto. Nunca había acampado, pero una vez tuve una zarigüeya como mascota y ya tengo siete años. Odio la escuela. Los ratones se comieron dieciséis huevos de las gallinas de la tía de Jaimito Talbot. ¿Hay indios de verdad por aquí? Quiero más kétchup. ¿Los árboles hacen viento cuando se mueven? Una vez tuvimos cinco perritos. ¿Por qué tienes la nariz roja, Hank? Mi papá tiene mucha plata. ¿Las estrellas son calientes? Le aforré dos veces a Edu Walker el sábado. No me gustan las niñas. Si no tienes un cordel, no se puede cazar sapos. ¿Hacen ruido los bueyes? ¿Por qué las naranjas son redondas? ¿Hay camas en esta cueva? Pepe Murray tiene seis dedos en un pie. Los loros pueden hablar, pero los monos y los peces no pueden. ¿Cuánto es una docena?

En eso se acordó de que era un malvado piel roja, tomó el palo como si fuera un rifle y se fue sigilosamente a la entrada de la cueva para ver si venían los asquerosos exploradores cara pálida. Entonces lanzó un alarido de guerra que le paró los pelos a Hank, El Trampero. Ese muchacho había aterrorizado a Bill desde el principio.

- Gran Jefe Rojo –le dije-, ¿Quieres irte a casa?

-¿Y para qué? – contestó-, en mi casa me aburro, odio la escuela y me gusta acampar. Ojo de Serpiente no me va a llevar de vuelta a casa, ¿no es cierto?

- No todavía. Por ahora nos vamos a quedar aquí en la cueva.

- ¡Bieeeeeen! ¡Nunca me había divertido tanto en toda mi vida!

Nos acostamos a eso de las once. Extendimos unas mantas y unos cubrecamas y pusimos a Jefe Rojo entre nosotros dos. La verdad es que no temíamos que huyera. Nos mantuvo tres horas despiertos. Saltaba, agarraba su rifle y nos decía al oído “¡silencio, quietos!” cada vez que el crujido de una rama o el susurro de una hoja dictaba a su fértil imaginación que una banda de maleantes se acercaba. Por fin me pude dormir. Tuve un sueño inquietante. Soñé que había sido secuestrado y encadenado a un árbol por un feroz pirata de pelo rojo.

Justo cuando empezaba a amanecer, me despertó una serie de ruidos horribles provenientes de Bill. No eran propiamente gritos, o aullidos, o alaridos, o bramidos como los que te podrías esperar que provinieran de los órganos vocales de un hombre bien hombre; eran simplemente unos indecentes, espeluznantes y humillantes chillidos como los que dan las mujeres cuando ven una araña o una oruga. No es una cosa agradable escuchar a un hombre grande chillando como damisela, en una cueva, al rayar el alba.

Me levanté de un salto a ver qué diablos pasaba. Jefe Rojo estaba sentado en el pecho de Bill. Con una mano le tenía agarrado el pelo, en la otra sostenía el afilado cuchillo con el que habíamos cortado el jamón, y con serio realismo trataba de arrancar el cuero cabelludo de Bill, tal como indicaba la sentencia dictada la tarde anterior.

Le quité el cuchillo y lo mandé a acostarse de nuevo, pero a partir de ese momento Bill se quebró. Aunque se acostó a un lado, no volvió a pegar los ojos en todo el tiempo que el chico estuvo con nosotros. Yo dormité un rato, pero de pronto recordé que Jefe Rojo me había sentenciado a la hoguera al amanecer. No es que estuviera nervioso o con miedo, pero me incorporé, encendí la pipa y me apoyé en una roca.

- ¿Para qué te levantas tan temprano, Sam? –me preguntó Bill.

- ¿Yo?... Es que me duele el hombro… Pensé que si me levantaba se me podía pasar.

- ¡Mentira! Tienes miedo. Serías quemado al amanecer y tienes miedo que él cumpla. Y claro que lo haría si encontrara un fósforo. ¿No es terrible, Sam? ¿Crees que alguien va a pagar para que una fiera como ésta vuelva a casa?

- Seguro- le contesté-, los padres se vuelven locos con chicos traviesos como éste. Ahora tú y el Gran Jefe Rojo se van a levantar y van a preparar el desayuno mientras yo subo el cerro para hacer un reconocimiento del terreno.

Subí a la cima y dejé correr mis ojos por la vecindad. La verdad es que para el lado de La Cumbre esperaba ver a los residentes enarbolando instrumentos de labranza y aprestándose a peinar la zona en busca de los malditos bastardos secuestradores de niños, pero todo lo que vi fue un pacífico panorama salpicado por un hombre arando con una mula parda. Nadie estaba dragando el riachuelo, ningún mensajero iba de aquí para allá llevando ninguna noticia para los padres. Una silvestre somnolencia reinaba en aquella porción de la superficie de Alabama que se extendía ante mis ojos. “Quizás”, dije para mis adentros, “aún no se han percatado de que los lobos han llevado lejos de casa al tierno corderito”. “¡Que Dios ayude a los lobos!”, dije, y bajé a desayunar.

Cuando llegué a la cueva, encontré a Bill de espaldas a la pared, respirando con dificultad, y al niño amenazándolo con aplastarlo con una piedra del tamaño de un coco.

- Me echó una papa hirviendo por la espalda -me explicó Bill- y después la hizo puré con el pie. No tuve otra que darle un sopapo. ¿Andas con algún arma encima, Sam?

Tiré la piedra lejos y traté de calmar los ánimos.

- Ya vamos a arreglar cuentas los dos –dijo el niño a Bill -, ningún hombre le ha pegado a Jefe Rojo y se la ha llevado gratis. ¡Cuídadito!

Después del desayuno, sacó del bolsillo un pedazo de cuero envuelto en unas tiras y salió de la cueva desenrollándolo.

- ¿Qué estará tramando ahora? –dijo Bill con ansiedad-, ¿no estarás pensando que se va a fugar, ¿no, Sam?

- Nada que ver –le contesté-, ¿acaso te parece muy hogareño? Lo que tenemos que hacer es organizar el plan del rescate. No parece haber mucha angustia en La Cumbre por su desaparición, pero quizás todavía no se han dado cuenta. La gente puede pensar que se quedó a dormir en casa de tía Jane o de algún vecino. De todos modos, hoy lo van echar de menos. Esta noche tenemos que enviarle un mensaje al padre exigiéndole los dos mil dólares del rescate.

Entonces oímos una especie de grito de guerra. Un grito de guerra como el que David debe haber lanzado cuando noqueó al campeón Goliat. Lo que Jefe Rojo había sacado de su bolsillo era una onda y ahora la estaba revoleando sobre su cabeza.

Me hice a un lado y oí un ruido sordo y una especie de suspiro de Bill. Como el de un caballo cuando le sacan la silla de montar. Una piedra negra del tamaño de un huevo le había dado a Bill justo detrás de la oreja izquierda. Se le aflojó todo el cuerpo y empezó a caer en cámara lenta sobre el fuego en que estaba el agua hirviendo para lavar los platos. Lo arrastré como pude y le eché agua fría durante media hora.

Cuando se recuperó un poco, se sentó, se tocó detrás de la oreja y me dijo:

- Sam, ¿sabes cuál es mi personaje bíblico favorito?

- Tranquilo. Ya se te va a pasar.

- Herodes… No vas a volver a dejarme solo con esa fiera, ¿verdad, Sam?

Salí, agarré al chiquillo y le sacudí hasta las pecas.

- Si no te portas bien – le dije-, te voy a llevar directo a tu casa. Entonces, ¿te vas a portar bien o no?

- Estaba jugando, nomás – contestó sombríamente-. No quería hacerle daño al viejo Hank. Pero, ¿por qué tuvo que golpearme?... Bueno, me voy a portar bien, Ojo de Serpiente. Me voy a portar bien si no me mandan a casa y si me dejan jugar al Explorador Negro, por hoy.

- No conozco ese juego. Ponte de acuerdo con el señor Bill. Él será tu compañero de juegos hoy. Yo voy a salir un rato por unos asuntos. Ahora entra y háganse amigos, dile que sientes mucho haberle hecho daño, o te llevo a casa ahora mismo.

Conseguí que se dieran la mano. Después me llevé a Bill a un lado y le dije que iba a Poplar Cove, un pueblito a 3 millas de La Cumbre, para averiguar si se sabía algo del secuestro. Además pensé que lo mejor era enviarle una carta perentoria al viejo Dorset, exigiéndole el pago y diciéndole cómo debía hacerlo.

- Tú sabes, Sam –me dijo Bill-, que he estado contigo sin que se me moviera un pelo en terremotos, incendios, inundaciones, partidas de póker, atentados con dinamita, redadas policiales, robos de trenes y ciclones. En salud y enfermedad. Nunca perdí la sangre fría hasta que secuestramos a este petardo con patas. Pero él me saca, Sam. ¿No me vas a dejar mucho rato solo con él?

- Voy a volver en la tarde –contesté-. Tú trata de mantener al chico entretenido y tranquilo hasta que yo vuelva. Ahora vamos a escribir la carta para el viejo Dorset.

Tomamos lápiz y papel y pusimos manos a la obra, mientras Jefe Rojo, envuelto en una manta, se pavoneaba de un lado a otro en la entrada de la cueva. Bill me suplicó entre lágrimas que rebajara el precio del rescate a mil quinientos dólares.

- No es que no crea en el famoso amor paternal –me dijo-, pero estamos tratando con gente. Y no es de gente soltar dos mil dólares por estas cuarenta libras de gato montés con pecas. Estoy dispuesto a conformarme con mil quinientos dólares. Si quieres, me puedes descontar la diferencia.

Así que, para la tranquilidad de Bill, escribimos la siguiente carta:
Sr. Ebenezer de Dorset

Tenemos a su hijo escondido en un lugar lejos de La Cumbre. Es inútil que usted y los detectives más hábiles traten de encontrarlo. La única manera de que usted pueda tenerlo de vuelta es la siguiente: Exigimos mil quinientos dólares en billetes grandes para su liberación. El dinero tiene que ser puesto esta medianoche en la misma caja y en el mismo lugar que su respuesta, como se explica más abajo. Si está de acuerdo con estos términos, envíe su respuesta por escrito con un mensajero que vaya solo esta noche a las 8: 30 en punto. Después de cruzar Owl Creek, en el camino a Poplar Cove, hay tres árboles grandes a unos cien metros de distancia, cerca de la valla del potrero de trigo en el lado izquierdo. Al pie del tercer árbol  habrá una caja chica de cartón. El mensajero pondrá la respuesta en la caja y deberá regresar a La Cumbre inmediatamente.

Si intenta traicionarnos o no cumple con nuestras exigencias, nunca volverá a ver a su hijo.

Si paga el dinero que pedimos, él será devuelto sano y salvo a las tres horas. Estas condiciones no son negociables, si usted no las acepta no volverá a tener noticias nuestras.

Firman: Dos hombres desesperados
Dirigí la carta a Dorset y la puse en mi bolsillo. Cuando estaba por salir, el chico se acercó y me dijo:

- Oye, Ojo de Serpiente, tú dijiste que cuando te fueras yo podría jugar al Explorador Negro.

- Por supuesto. El señor Bill va a jugar contigo. ¿Cómo es ese juego?

- Yo soy el Explorador Negro –dijo Jefe Rojo- y tengo que cabalgar hasta la empalizada para avisarle a los colonos que vienen los indios. Ya me cansé de ser un indio. Ahora quiero ser el Explorador Negro.

- Muy bien –le dije-, me parece inofensivo. Supongo que el señor Bill no tendrá problemas en ayudarte contra esos malditos salvajes.

- ¿Qué tengo que hacer? –preguntó Bill, mirando al niño con desconfianza.

- Tú eres el caballo –dijo Explorador Negro-, agáchate, ¿o crees que voy a cabalgar hasta la empalizada sin caballo?

- Es mejor que lo mantengas entretenido hasta que pongamos en marcha el plan –le dije-. Relájate.

Bill se puso en cuatro patas. Tenía cara de conejo capturado en una trampa.

- ¿Está muy lejos la empalizada, niño? –preguntó con voz un poco ronca.

- A noventa millas –dijo Explorador Negro-. Y tienes que esforzarte por llegar a tiempo. ¡Arreeee!

El Explorador Negro saltó a la espalda de Bill y le clavó los talones en las costillas.

- Por el amor de Dios, vuelve tan pronto como puedas, Sam. Me gustaría no haber pedido más de mil por el rescate… ¡Oye!, deja de patearme o vas a ver lo que es bueno.

Caminé hasta Poplar Cove, me senté en el almacén que hacía de oficina de correos y me puse a conversar con los chewbaccas (“chawbacons” en el original. N. del T.) que entraban a comprar. Uno que se había caído al litro dijo que en La Cumbre andaba todo revuelto porque el hijo del viejo Ebenezer Dorset estaba perdido o había sido robado. Eso era todo lo que quería yo saber. Compré un poco de tabaco, hice un comentario acerca del precio de las arvejas, eché la carta disimuladamente y me fui. El administrador de correos dijo que el cartero que iba a La Cumbre pasaría como en una hora.

Cuando volví a la cueva, Bill y el niño no estaban por ninguna parte. Los busqué en los alrededores, y hasta me atreví a dar uno o dos gritos tiroleses, pero ni luces.

Así que encendí mi pipa y me senté en el musgo a esperar los acontecimientos.

Como a la media hora, oí crujir unos arbustos. Bill, tambaleándose, apareció en el pequeño claro delante de la cueva. Detrás iba el niño, caminando como explorador ninja y con sonrisa de oreja a oreja. Bill se detuvo, se sacó el sombrero y se limpió la cara con un pañuelo rojo. El chico se detuvo a unos dos metros detrás de él.

- Sam –dijo Bill-, supongo que pensarás que soy un maldito bastardo, pero no pude evitarlo. Soy una persona adulta, con tendencias viriles y hábitos de autodefensa, pero hay un momento en que todos los sistemas de valores fallan. El chico se ha ido. Lo mandé a su casa. Todo se pudrió. Se fue a las pailas. Sonamos. Hasta aquí nomás llegamos. Kaput. Sé que en la antigüedad hubo mártires –continuó Bill- que prefirieron la muerte antes que renunciar a un jugoso negocio, pero ninguno de ellos fue sometido a las vejaciones que yo sufrí. Traté de ser fiel a nuestro Código del Pillaje, pero todo tiene un límite.

- ¿Qué pasó, Bill? –pregunté.

- Cabalgué las noventa millas hasta la empalizada sin flaquear ni una pulgada. Después, cuando los colonos fueron rescatados, me dio avena. La arena no es un buen sustituto de la avena, Sam. Entonces me tuvo una hora explicándole por qué no hay nada en los agujeros, cómo un camino puede tener dos direcciones y qué hace que el pasto sea verde. Yo te digo, Sam, que un solo humano no puede soportar tanto. Lo agarré del cuello de la camisa y lo arrastré cerro abajo. Por el camino, me llenó las piernas de moretones de las rodillas para abajo y tengo dos o tres mordiscos en la mano que voy a tener que cauterizar. Pero se ha ido. Se ha ido a su casa. Le mostré el camino hacia La Cumbre y le di una patada en el trasero. Siento que perdiéramos el rescate, Sam, pero era eso o que yo acabara mis días en el manicomio.

Bill jadeaba y resoplaba, pero en su sonrosada cara había una expresión de beatífica paz y creciente satisfacción.

- Bill –le dije-, no hay enfermedades al corazón en tu familia, ¿verdad?

- No, nada grave excepto malaria y algún accidente. ¿Por?

- Entonces echa un vistazo detrás de ti.

Bill se dio vuelta, vio al chico y perdió toda su presencia de ánimo. Se sentó en el suelo y empezó a arrancar hierbas y a recoger palitos. Durante una hora temí por su sano juicio. Después le expliqué mi plan para darle un corte definitivo al asunto. Si el viejo Dorset pagaba el rescate, nos iríamos a medianoche. Eso le devolvió a Bill el suficiente ánimo como para devolverle al niño una mueca que parecía sonrisa y la promesa de que iba a hacer de ruso cuando jugaran a la Guerra Japonesa, apenas se sintiera un poco mejor.

Yo tenía un plan que ya quisiera un secuestrador profesional. El árbol bajo el que debían dejar la respuesta, y más tarde el dinero, estaba a la izquierda, cerca de la valla del camino y en medio de un campo pelado. Si la policía estaba al acecho, me habrían visto desde lejos. Pero tranquiléin John Wayne, antes de las 8:30 yo ya estaría escondido en la copa del árbol, como una aguja en un pajar, esperando que el mensajero llegara.

A la hora señalada, un mozalbete se acercó pedaleando en bicicleta, localizó la caja, deslizó en ella una hoja de papel doblada, y se alejó pedaleando de vuelta hacia La Cumbre.

Esperé una hora. Cuando llegué a la conclusión de que la cosa andaba bien, me bajé del árbol, tomé la nota y me escabullí hasta el bosque. A la media hora estaba de vuelta en la cueva. Abrí la nota, acerqué la linterna y se la leí a Bill. Había sido escrita con pluma, una letra endemoniada y sustancialmente decía más o menos así:

Dos Desesperados Hombres

Señores:

Habiendo recibido vuestra carta por el correo del día y en la que se refieren al rescate de mi hijo, me parece que sus exigencias son un tanto elevadas. Por este medio, me permito hacerles una contra oferta que me inclino a pensar aceptarán sin dilación. Ustedes traen a casa a Johnny, me pagan doscientos cincuenta dólares en efectivo por sacarles el problema de encima y nos olvidamos del asunto. Será mejor que vengan de noche. Los vecinos creen que está perdido y no estoy en condiciones de hacerme responsable de lo que le harían a cualquiera que lo trajera de vuelta.

Muy respetuosamente,

Ebenezer Dorset
- ¡Por los Piratas del Caribe! –exclamé-, ¡qué tipo tan cara de palo!

Pero miré a Bill y vacilé. Tenía en sus ojos la súplica más persuasiva que jamás haya visto un ser humano en bestia muda o parlante.

- Sam –me dijo-, ¿qué son doscientos cincuenta dólares al fin y al cabo? Plata tenemos. Una noche más con este chiquillo y me van a mandar a comer maní al manicomio. Aparte de ser un perfecto caballero, creo que el señor Dorset es un derrochador al hacernos una oferta tan atractiva. No vamos a dejar pasar una oportunidad así, ¿no, Sam?

- A decir verdad, Bill –contesté-, esta pequeña oveja que de cordero no tiene un pelo, ha conseguido ponerme también los nervios de punta. Así que no tenemos más remedio que llevarlo a su casa, pagar el rescate y poner pies en polvorosa.

Partimos esa misma noche. Le dijimos que su padre le había comprado un rifle de verdad y unos mocasines de indio, y que al otro día íbamos a llevarlo a cazar osos.

A las doce en punto estábamos golpeando la puerta de Ebenezer. Justo a la hora en que yo debería haber estado recogiendo los mil quinientos dólares en la caja bajo el árbol según el plan inicial, Bill estaba contando doscientos cincuenta dólares y poniéndolos en la mano de Dorset.

Cuando el chico se dio cuenta de que lo íbamos a dejar allí, lanzó un aullido que habría puesto verde de envidia a María Callas y se aferró como sanguijuela a la pierna de Bill. Su padre lo despegó poco a poco, como a la tela emplástica.

- ¿Cuánto tiempo puede detenerlo? –preguntó Bill

- Bueh, ya no soy tan fuerte como solía ser –dijo el viejo-, pero creo que puedo prometer diez minutos.

- Suficiente –dijo Bill-. En diez minutos puedo cruzar los estados del centro, del sur, del medio oeste y calculo que estaré llegando a la frontera con Canadá.

Y a pesar de que la noche estaba oscura como boca de lobo, de que Bill no estaba lo que se puede decir “en forma” y de que nunca ha sido tan buen corredor como yo, cuando logré alcanzarlo ya estaba a su buena milla y media de La Cumbre.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Cosas que no le pasan nunca a nadie en la vida

Unos tipos, aparentemente Los Buenos, escapan en un auto negro que parece que ni toca el suelo.
Los Malos les pisan los talones.
Pero en serio, así como en Matrix.
Matrix 1, obvio. Porque que me perdonen los hermanos Wachini, pero en la 2 me dormí en plena escena de la persecución, y eso que estaba en tercera fila. Igual alego en defensa de los Wachini que era función de trasnoche y yo me levanto a las 6. Creo. Creo que en aquella época me levantaba a las 6. La 3 ni la vi.
De pronto, señoras y señores, el auto de los buenos vira con escándalo en una esquina y se enfrenta a boca de jarro con un muro insoslayable del que sólo se salva porque el conductor gira el volante y el auto queda como de coté.
El conductor asoma un brazo y traza un círculo con tiza en el muro, pero tiza negra.
Parece que tiza, tiza, lo que se llama tiza negra no era, porque sale como un humito y se le arma, se le forma -al muro- como un hueco. Un espacio, digamos, por si allá donde usted se encuentra leyendo esto la palabra "hueco" tiene una connotación homosexual y toca que se ofende, el perla.
En ese espacio, el conductor instala... ¡UNA BOMBA QUE HARÁ AÑICOS EL MURO!, grito yo para mis adentros cuando veo que el auto comienza a retroceder.
Entonces, y mira lo que son las bombas de última generación, comienza a sonar una... cómo te explico... ¿una sirena?... no... ¿una alarma?...sí, alarma es el nombre más apropiado. Empieza a sonar una alarma. Una, dos, tres, cuatro veces. El auto retrocede otro poco. Por lo de las esquirlas, digo yo. Cinco, seis, siete, ocho... acá se percibe una cierta agitación al interior del auto. Nueve, diez, onc...Pero, y atención que acá viene lo bueno, antes de que alguien alcance a formular un WTF!, me doy cuenta de que la alarma del reloj acaba de incorporarse a mi sueño, maldita sea.