Me acordé de cuando le robé el diario de vida a mi tía Y, y me lo llevé al baño escondido entre la ropa.
Fue una de las primeras decepciones que recuerdo. Después, claro, del Affaire Viejito Pascuero.
Letras de canciones de los Beatles, era todo lo que tenía escrito.
Para peor, yo conocía como dos nomás.
Y todavía no existía ese nido de freaks llamado internet.
Yo tuve un diario, que llegó a mis manos cuando ya se me habían pasado las ganas de tener uno, y tampoco escribí.
Mi mamá tenía razón: cuando me veía flojeando me gritaba, "eres igual a la Y". Su hermana menor.
Además de las primeras canciones en inglés, también aprendí de ella el tomar la leche condensada Nestlé directamente del tarro, luego de hacer dos hoyos en la parte de arriba con el abrelatas.
Y lo llevé a la práctica en el último trimestre de embarazo, cuando mataba por cosas dulces.
Era azul, el diario.
Con un candadito de verdad y unas llavecitas que me encantaban.
Todavía me encantan las llaves.
Todas.
Excepto esas tarjetas magnéticas que en los hoteles tienen la desfachatez de llamar llaves.
No, Alicia tampoco.
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