jueves, 22 de diciembre de 2011

¡Un gran, gran saludo navideño, de norte a sur y de cordillera a mar!

Me pasó una cosa terrible.
No, no es que no me haya gustado el regalo de "amigo secreto". Hablo de terrible en serio. Hablo de esas cosas que te cambian la vida. Te la trastocan, digamos.
Tampoco es que me hayan echado de la pega.
O sea, sí.
Me echaron. Pero ya tengo otro trabajo. Lo que confirma lo que dijo la malaleche que me hizo la cama (que no le deseo mal, y además tengo muchas cosas que hacer como para sentarme a la puerta de mi tienda. Claro que esto lo digo desde la cómoda posición del que va a trabajar menos y ganar más. No, si buena no soy, qué se han creído): "Trabajo hay".
Pero vamos al grano, como dijo el dermatólogo.
Lo que me pasó -como corolario a este año de mierda en que se me murió hasta el perro- es que hubo otra baja en la familia.
Hace como un mes que venía avisando, avisando, avisando. Yo me hacía la loca. No le tiraba pelota. La clásica actitud del negador, dirán ustedes, pero qué quieren; yo no sé ser de otra manera.
Pero bueno, hace un tiempo que yo andaba me van a echar, me van a echar, me van a echar... y zuácate, me echaron. Y hace como una semana le dije a mi hija, en un aparte, para que el aludido no escuchara, este a la Navidad no llega. Y así fue. No se imaginan cuánto odio esta facultad premonitoria que Dios me dio.
Y nos dejó.
Nos acompañó durante 15 años, pero ahora él está en el Cielo de los Televisores.
Ustedes podrán argüir, para consolarme, que no importa porque la programación de la TV es una soberana mierda y hasta puede que les encuentre razón, pero eso no llena el enorme hueco que nos dejó su partida. Una porque era tele grande y otra porque la casa se siente enorme, fría (desde un punto de vista no temperaturo-climático) y silenciosa sin él.
Así que, ni corta ni perezosa, partí a comprar uno nuevo.
Hice una inspección ocular del lugar de los hechos (como cinco lugares de los hechos) y luego, envalentonada, me agencié un vendedor y le dije "quiero ése", mientras indicaba una de esas cosas flacas que venden ahora y que ni para nombre les alcanza. Puras letras. LCD, LED... qué sé yo.
Me fui para la casa rapidito porque ya iba a empezar "¿Quién quiere ser millonario?"
Hasta un taxi tomé para no andar haciendo ostentación de mi poder adquisitivo.
No voy a mencionar que me apreté los dedos en la puerta del auto para que no crean que soy una imbécil, y para que no especulen acerca de con qué estoy escribiendo en estos momentos, pero ojo, si llegara a mencionarlo sería otra contundente prueba en contra de este año.
Lo concreto es que llegué a la casa.
No indemne, pero llegué.
Y con el coso ese con letras.
Más contenta que unas Navidades (porque unos argentinos se rieron de mí una vez porque acá a la Navidad le decimos Pascua, y comemos pan de pascua, y tenemos Viejito Pascuero, mira cómo son), abrí, armé, enchufé y ¡chaaaaaan!... SIN SEÑAL. Todo lo que vi en la pantalla de ahí en adelante, y por las siguientes 24 horas fue SIN SEÑAL.
Mientras yo me sumía en la más negra depresión de color azul mirando la pantalla, Mariel recorrió la ceca y la meca digital preguntando en cuanta cuestión existe en internet, para llegar finalmente a la conclusión que
A) había que tener antena
B) había que tener TV cable
C) había que comprar otros aparatos para que sonara como la gente

Y ahí vino la decisión draconiana: HAY QUE DEVOLVERLO.

Ya. Pero entonces en mi cabeza la cosa pasó de draconiana a kafkiana, llegando incluso por momentos a tomar ribetes dantescos, porque, ¿ustedes saben lo que cuesta devolver las cosas que uno compra en este país?

Entonces delineamos un  plan de acción.

No quiero dar la lata con todos los argumentos y contraargumentos que barajamos.
Baste decir que estábamos decididas a todo. Incluso a invocar la Ley de Defensa del Consumidor, al SERNAC, a los tres años de Derecho cursados por Mariel y a que mandaríamos cartas a los diarios y llevaríamos las cámaras de al menos tres canales de TV si era preciso.
Acto seguido, nos amarramos una vincha a lo Rambo, agarramos el armatoste SIN SEÑAL, y partimos.

Tamaña sorpresa (como de este porte, más o menos) nos llevamos cuando, sin más trámite que el que depara escribir estas líneas, revisaron que a la cosa no le faltara nada y luego procedieron a devolvernos la plata.
Lo único que me fregó un  poco la cachimba fue que el vendedor me dijo, después que le expliqué lo que había pasado o mejor dicho lo que no había pasado, "aaaaah, usted creyó que estaba comprando un televisooooor". Sí, pedazo de imbécil. Eso fue lo que te pedí ayer. Pero, vil testaferro de esta sociedad consumista, amparado en mi profunda ignorancia, fuiste incapaz de hacerme cualquier tipo de advertencia. Advertencia que me habría evitado 1. constatar una vez más mi ignorancia, 2. aumentar mi desilusión respecto a los aparatos de ahora, 3. apretarme los dedos en la puerta de un auto, 4. tener que presenciar el triste espectáculo de ver tu cara dos veces en 24 horas y 5. tener que comerme todo el texto argumentativo que tenía preparado en contra aquellos que conculcan (¿digo bien?) los derechos del consumidor, pensé mientras el tipo anulaba la boleta, tecleaba en una máquina y me pasaba las 120 lucas.
A continuación, pletóricas de satisfacción luego de haber ganado la guerra sin gastar ni una sola bala e imbuidas del espíritu consumista que reina por estas fechas en el mundo cristiano occidental, nos dedicamos a recorrer un montón de tiendas preguntando por televisores, pero televisores en serio.

Como a las 9 de la noche decidimos volver a casa. Una porque ya empezaban a cerrar y otra porque en todas partes nos dieron la misma excusa: No hay. "Hace como dos años que ya no se fabrican".
¡Ja! Como si les fuéramos a creer.
Apenas pasen las fiestas, parto al Barrio Franklin y dejó los pies en el Persa Bío-Bío si es preciso, pero SIN UN TELEVISOR NO VUELVO.

Menos mal que para mientras tanto todavía nos queda el que tanto le insistí a mi ex marido que se llevara cuando se fue.
Pero claro, nunca nunca nunca me hizo caso.
En nada.

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