En la época en que yo era una persona útil a la sociedad y daba clases en un centro de formación técnica, con los alumnos solíamos hablar de diferentes temas que no estaban en el programa, pero dada la índole de la asignatura no nos apartábamos tanto del objetivo final.
Normalmente -y en la mayoría de los cursos- el primer tema que salía era la política. Mi interés: que terminaran con eso de "yo no me meto en política". La respuesta de ellos: "los políticos son todos corruptos".
A continuación me enumeraban célebres casos, de diferente envergadura y más o menos recientes, de políticos atrapados con las manos en la pasta.
Yo contribuía a incrementar la lista con algunos más antiguos, porque de algo tiene que servirle a uno el tener más años.
Hasta ahí estábamos todos de acuerdo.
Pero después venía lo bueno.
Esa parte me la voy a saltar para no dar la lata, pero digamos que básicamente los conducía hasta el borde del abismo: descubrir que, en situación semejante, actuaríamos si no de manera idéntica, tampoco mucho mejor que los políticos.
Es complicada la ética.
No hay cintura ni juego de piernas que lo pongan a uno a salvo.
De plata -millones recibidos de un empresario o quedarse con un vuelto- podemos hablar otro día. Lo importante, como dice la gente ligada al mundo de la moda, es la actitud.
Ayer fui a la feria.
Una de frutas y verduras, no de ésas en que muestran juguetes tecnológicos para adultos ni autos para multimillonarios.
O sea, una feria en la que saco algo en limpio.
En mi modesta opinión.
Y ahí, comprando un brócoli, se me abalanzó el dilema.
Dilema de poca monta, es verdad; pero no hay Ética Grande y ética chica.
La situación fue la habitual: me acerqué a un puesto porque quería llevar a mi casa un brócoli y pagar $300 por uno me parecía adecuado.
Pero faltan datos. Esta situación está muy desnuda. Faltan agravantes o atenuantes.
Veamos la escena cuadro a cuadro:
Me acerco al puesto, saludo, pido un brócoli, la dueña del puesto (alguien podrá objetar que tal vez no era la dueña, sino una encargada, o una empleada. No, insisto; en las ferias uno sabe quién es quién) lo pone en una bolsa y le pide a -atención que esto es importante- otra mujer que había pasado a visitarla (hey, qué pasa... no hay que ser Adrian Monk para darse cuenta de esas cosas) que reciba el dinero. Le pago con una moneda de $500, estiro el brazo para recibir el vuelto y ahí, ahí, ahí, en ese preciso momento, cuando el dinero aún no llega a mi mano, me doy cuenta que viene una moneda de $500 y al menos una moneda de $100. Probablemente dos. Porque me estaría dando el vuelto como si yo hubiera pagado con un billete de $1.000.
¿Qué hacer en ese caso?
Lo correcto, obvio.
No aceptar el dinero que no es mío.
Y desacreditar a la amiga ante la dueña. Empañando de paso una amistad de décadas.
¿O qué tal si yo simplemente estaba siendo un instrumento de la venganza de la amiga, quien con la mejor de las intenciones pasó a visitar a la dueña y, en un abuso de confianza, fue puesta a trabajar por esta última?
¿Que qué hice?
Les clavo la duda.
Como diría Arjona.
3 comentarios:
Sea lo que sea que haya hecho, lo que es seguro es que ha cometido un grave error..de ética? no, no de buén gusto ..citar a Arjona!!!
Pinche ahí en mi nombre.
A lo más puede acusarme de ser summente permeable.
ja,ja,ja... genia!!!
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